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Libros
Evitamiento
Ella sube al bus y empieza su discurso. El bus es azul, diríase casi celeste. La avenida cruza gran parte de la ciudad. Millones allí aplastados. Solo unos cuantos prestan atención. Bajo sus mascarillas, dentro del protector de plástico, no saben si darle algo a la señora que termina de hablar, pidiendo que le compren los caramelos que trae. Dinero poco hay. Ella sabe que allí no hay dinero de sobra, pero lo intenta, apela a la caridad. La caridad es una milenaria actividad. Solo tres pasajeros le dan una moneda cada uno. No quieren recibir el caramelo. Nadie se quiere infectar. La muerte debe ser rápida, no lenta. Así siempre se ha creído que debe ser. La enfermedad es una sábana que hay que lavar y lavar y lavar, para al final no cubrir a nadie. En el paradero de Acho una muchacha vende café. Este día ha vendido todo y en poco tiempo. Está parada mirando los carros, pensando en quién sabe qué. Algún muchacho que le gusta, el colegio al que ya no va, la hermana menor que se quedó en casa sola. Teme esperar mucho tiempo allí, el frío aumenta, el día decae. La maldita humedad de Lima apuñala el pecho. Ve un sitio en la banca y se sienta. Allí tendrá algo de calor. Acomoda el termo entre sus piernas. Está por dormirse, pero tiene que aguantar. Y es allí que se detiene un bus azul. La señora de los caramelos baja. Se miran. Se reconocen al instante. Se ubicaron como por celular. La muchacha se baja la mascarilla para mostrarle una sonrisa, diciéndole a su madre que hoy fue un buen día para ella, para las dos, para las tres.
La Niña Actriz empezó su actuación desde muy temprano, tan así que ya ni recordaba cuándo fue. Tenía una lista nada pequeña de papeles que fue interpretando a lo largo de su corta vida. Si tenía que sonreír, sonreía. Si tenía que llorar, lloraba. Y si quería sonreír y no debía, no sonreía. Y si debía llorar y no quería llorar, lloraba o no lloraba, según el rol que le había tocado en ese acto. Lo importante era seguir lo que decía el guion escrito en un lenguaje que a veces no entendía. Cuando no sabía qué decía en tal punto del drama o la comedia, empezaba a improvisar o a actuar según creía que debía hacerlo de acuerdo a todo lo anterior. Casi siempre le resultaba bien, porque era muy apegada a lo que sucedía afuera. Su talento era observar y actuar en función a lo que sucedía allí, en ese vasto escenario que es el mundo. Ella no se consideraba muy buena actriz. Veía que el resto sí eran unos genios de la actuación. Incluso su hermanito menor que aun usaba pañales. Apenas hacía un pucherito, mamá entraba en acción, dejaba los otros papeles que trabajaba en forma paralela e iba inmediatamente a ver cómo el menor de sus hijos hacía sus pininos maravillosamente bien. Un día, mientras la Niña Actriz simulaba a que jugaba en el jardín de la entrada de la casa, se le acercó un niño al que le había atraído la casita de muñecas que ella tenía. El niño era nuevo en la obra. Esta era su primera entrada en que debía intercambiar algunas palabras con la niña. Según la experta opinión de ella, el niño no actuaba tan bien. Se trababa, equivocaba las palabras, se reía con cara de estupefacción; no había mucha coherencia entre su voz, sus gestos, sus manos, su postura. Era un total descoordinado. Pero luego pensó que quizás así era el papel que le tocaba interpretar. Por algo había aparecido allí, esa mañana. Como ella no sabía qué es lo que seguía en la obra, y tampoco el niño lo sabía, pues decidieron ser amigos. No había otra cosa qué hacer sino seguir los papeles que interpretaban, personajes de una obra que ya no tenía más guion. Pasaron setenta años y seguían juntos, y aun así seguían sin saber qué vendría después.
Hay una ventana en mi cuarto que se moja en la garúa, la garúa que trata de regar el jardín. El jardín es un reino, pero ajeno. El corazón es donde, dicen, recaen o nacen los sentimientos. Yo siento, y desespero, pero mi corazón no me pertenece. Y escribo cuando despierto del sueño. Y sueño cuando no escribo o cuando espero la garúa, cuando la respiración se hace de niño, poquito aire. Salgo a caminar y veo los autos que espero que pasen para cruzar la pista, para seguir caminando sin rumbo. Cruzo muchas pistas, y veo carros que vienen sin lógica, al azar. Y trato de estudiarlos, saber si hay una medida del tiempo en que la pista se hará vacía para cruzar sin miedo a ser atropellado. Veo si el cosmos también tiene su lógica, si hay una medida para saber por qué se mueve así, por qué fluctúa en esa cantidad, por un lado más, por otro menos. Me he pasado años tratando de saber cuánto se mueve el cosmos en lo que dura un pestañear. Y escribo poemas tratando de hallar la respuesta. Saber si el carro pasará en el momento como lo predije con dos días de anticipación. Espero la garúa. Espero el sueño. Y duermo. Y veo en el sueño a dos chicas a quienes les tarareo Kathy’s song de Simon and Garkunfel. Ellas en su inglés natural la cantan también. Y yo quedo fascinado como si estuviera volando feliz en el cosmos. Escucho la canción en las voces de ellas, como dos ángeles que han bajado con la garúa. No hay carros en el cosmos infinito, no hay infinito en el amor. Veo la ventana, cómo cae el agua de mis ojos cuando voy despertando. Y escribo este poema y este es mi reino hecho de palabras. Y, aun así, este poema no me pertenece. (15-8-18)
https://drive.google.com/file/d/1TaRGQgdXU4wV8sxwQ5ZOnwNYDPiJqYpf/view?fbclid=IwAR1YTkOPpSuDIWZ7ZWjPj70rcfI_0dlziLf_5LIpYgN5wq7hangXsKBzeLs
Finale
Escribir es apartarse, es desligar de la carne los apetitos de las supernovas. Los arranques de escribir se someten a escrutinios en cada palabra derivada de un estado de trance, donde la voluntad cede a la manifestación de los glaciares herrumbrados, mientras Ray Charles canta Unchain my heart, liberando las cláusulas del cerebro que se anuda en la frustración de los recién nacidos. Los hijos nacen del cosmos, bajo la mirada de un ciego pionero del rock. Los hijos nacen en blanco, cuando las manos son negras en el teclado de un conjunto de galaxias que se rigen en materia oscura, en energía total de una música etérea con golpes de la batería y trombones radioactivos. Ray Charles Baudelaire es el dios africano que en un lugar del universo se sienta a pescar cometas, meteoritos, estrellas fugaces. En ese devenir de las cosas fortuitas, instaura un pensamiento zen para calcular el tamaño del vientre en la dimensión de la piedra limada por la indiferencia del agua. Una biblia hecha de polvo cósmico, antiguo planeta y nuevo planeta escritos en volcanes y en millones de años que son un segundo. Una biblia que no dice nada para el límite del océano y su campo de batalla de las bacterias humanizadas por los programas racionales de la super producción en serie del arte de carcomer la propia carne. Escribir en el fosco sonido de una nebulosa. Romper los tratados espirituales que enmudecen en el alba, doblando las nucas de los animales mansos durante el frío batallón de fusilamiento. Acabar con las ruinas, derrumbar los malls, volver a levantar las ruinas y liberar a las lagartijas. Ray Charles no ha muerto, está en Andrómeda regrabando sus discos, son nuevos instrumentos, nuevos sonidos, pero es su misma voz. Dejar la cama tendida para renacer otro día. Escribir los últimos juramentos del primer día, hace más de treinta años. John asesinado por la sociedad. Jim naciendo en el desierto de Samalayuca. Tú naces, yo muero. Y Copérnico, Galileo, Kepler, Newton, Doppler, Einstein, Hubble. Escribir la interacción de las galaxias en la balada que no acaba con la muere, donde no hay muerte, solo música. Yo estoy aquí, en efecto, así como estoy ahora, escribiendo. Estoy aquí, escribo, ahora. Aquí. Escribo. Ahora. (6-12-19)
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